Uncastillo, Cinco Villas |
Las sierras del Pirineo frenaban su ímpetu antes de remansarse en la llanura; de redondearse en suaves collados; de perder su furor en el ronco son de los torrentes; de olvidar su fiereza ante las tierras amarillas, propicias al cereal y al olivo.
Para llegar a ellas los primeros paladines de la Reconquista hubieron de ir ganando, cota a cota, los puntos salientes de la barrera pirenaica, arrojando a los musulmanes desde la altura al llano, para más tarde ir arrebatándoles las tierras que un día de trágica memoria perdieron ante la cabalgada invasora de las huestes de Tarik.
Uncastillo dominaba, altivo y ceñudo, el paisaje feraz de las Cinco Villas. Antes de que los árabes llegaran a España, antes de que los visigodos se establecieran en la Península, antes de que las hordas bárbaras la hubieran asolado, la fortaleza de Uncastillo presidía desde la sierra de Ayllón las cumbres lejanas de Ujvé y Leiré, cuyos pies baña el río Aragón, y a sus, espaldas las crestas de la sierra de la Peña, subiendo escalonadas hasta perderse en tierras francesas.
Fueron los romanos quienes levantaron la fortaleza de piedras enormes, fuerte y dura como la misma roca que la sustenta; quienes supieron apreciar todo el valor estratégico de esta peña fortificada que defendía los pasos naturales, valles y ríos, que descendían del Pirineo.
Guardaban así las tierras ricas de la llanura de las acometidas de los irreductibles cántabros.
Y era a la vez amenaza para los primitivos pobladores celtíberos, que veían en la terrible fábrica el símbolo y la autoridad del poder de Roma.
Terminaban los años primeros de la Reconquista y los reinos astures y navarros iban tomando forma en las manos cristianas. Los árabes se retiraban a los macizos ásperos de la cordillera Ibérica, a las riberas del Tajo o del Guadalquivir. Las tierras que riegan el Ebro y el Duero comenzaban a erizarse de fortalezas, hitos del valor de los nativos que volvían a sus tierras, abandonadas años atrás en días de sangre y furia. Y de nuevo atalayas donde antes hubo castros, aquellas antiguas fortalezas que una orden de un rey visigodo hizo demoler.
Íñigo Arista |
La hora de la reconstrucción de Uncastillo llegó en el reinado de Sancho Abarca. Los descendientes de Íñigo Arista llevaron sus fronteras más allá de las riberas del río Aragón y opusieron a las incursiones francesas su valor y denuedo. Sancho Garcés de Navarra unió a sus tierras el naciente reino de Aragón, fundado por los Aznar, por su matrimonio con Endregoto de Galíndez.
A partir del siglo IX la fortaleza de Uncastillo es símbolo del poder aragonés, avanzada sobre las tierras fructíferas, vigía de los valles que conducen al Ebro. Como Loarre, como Monzón, como esos castillos aragoneses tallados en la pura roca, peña viva ellos mismos. Y siempre de lejos codiciado por los moros, que veían en él un escalón para dar el salto hacia las tierras de más allá de los Pirineos.
Alfonso I el Batallador alargaba sus dominios hasta las tierras meridionales y levantinas.
Alfonso I el Batallador |
Su matrimonio con la reina castellana, hija de Alfonso VI, le llevan a soñar en una unión ideal de las tierras hispanas, sujetas bajo una fuerte mano. Intrigas y querellas dieron al traste con su idea, que no cuajó hasta siglos más tarde. Y mientras el rey aragonés distraía sus ocios cabalgando por tierras fronterizas, la traición y la asechanza abrieron brechas en su reino.
Hasta las puertas de Uncastillo llegaron los de Mahoma.
Pero los aragoneses, que sabían el valor excepcional de su fortaleza, dirigidos por su alcaide, el rico home don Ximeno Frotín, no llegaron a tener un instante. Cuesta arriba, hasta el castro, llegaron todas las gentes del pueblo con todo lo que podían llevar consigo: comida y grandes piedras; cacharros de cocina y aceite.
Todo el aceite que pudieron acarrear; todo el de la cosecha y el que tuvieran guardado. Y cuando los musulmanes se acercaron encendieron en la gran chimenea una inmensa lumbre y pusieron a tostar el aceite. Los asaltantes rebotaron peñas abajo, corriendo hacia el río para apagar con agua y barro el ardor de sus quemaduras. Por si fuera poco, las mujeres y los niños los cazaban desde la torre a pedrada limpia. Y salieron huyendo para no volver más.
Como en la sublevación de los nobles contra Ramiro II, el Rey Monje: Uncastillo permaneció fiel a
su rey y señor. Y las gentes del poblado tomaron cumplida venganza en la persona de Armando de Lascun, hermano de la vizcondesa de Bearne, que había osado levantar sus estandartes contra el poder real. Al terminar el siglo XV y acabar también las luchas entre las gentes de la misma habla y raza, la fortaleza de Uncastillo, como tantas otras de toda España comenzó a perder poder y valor militar y a desintegrarse al paso de los siglos. Las altivas torres son hoy ruinas caídas, que muestran el esqueleto descarnado de sus arcos de piedra; apenas pueden reconocerse las enormes salas, los departamentos lujosos como la Sala Real o de la Coloquia, donde en 1363 se celebró una entrevista entre Pedro IV de Aragón, el del Punyalet, y Carlos el Malo de Navarra. Allí estuvo Enrique de Trastámara cuando andaba huido de su hermano Pedro.
Ramiro II de Aragón |
Nuevas guerras acabaron con la fortaleza. La de Sucesión vino a rematar muchos castillos españoles. Uncastillo se proclamó partidario del duque de Anjou, y fue el archiduque de Austria quién lo tomó por asalto. Si algo quedó en pie, las invasiones napoleónicas terminaron de rematarlo. Y si sobrevivió torre o piedra, se encargaron los carlistas de su demolición.
La historia triste de tantos monumentos españoles se repite aquí. Uncastillo, todavía, en medio de los riscos imponentes de la Peña de Ayllón, exhibe los muñones informes de sus torres desmochadas, como un recuerdo de lo que antaño fuera una de las más imponentes y mejor defendidas fortalezas de nuestra patria.
Fuente: Dramáticas historias de castillos españoles, José del Castillo
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